Cómo algunos sabrán, desde hace unos pocos meses, tengo cuenta bancaria. Después de casi tres décadas de vida, una cuenta bancaria. Qué vida.
Así me pagan en donde trabajo actualmente: con una tarjetita que puedo usar para sacar dinero de unas cajas metálicas que a veces tienen una luz verde como boca y que están en la entrada de los bancos. Odio los bancos. Los bancos deben ser estallados, saqueados. No son lugar para que uno los visite mes a mes como a un agente de sanidad, una tienda de golosinas, un confesionario.
La tarjeta se llama
de débito y permite suplantar los billetes en algunos negocios. Uno se acostumbra a usarla y es tremendo, la pequeña economía se descalabra sin más. Vas al súper, a cenar con tu pareja, a la librería: todo es ese carton con números apilados de a cuatro.
La librería: no puedo hallar en esta ciudad, aún, una feria de libros, una barata piola. Entonces es pasar por tiendas, ora más de novedades, ora de saldos, un recorrido estrecho por la peatonal. Inefectiva y sin efectivo (ese plastiquito late en el bolsillo). Ayer fue Coetzee, mañana Pynchon, pasado Mishima, y así no hay asalariado que pueda sostenerse en este momento inflacionario.
Extraño Parque Rivadavia, Los cachorros, el Ejército de Salvación: los pilares de mi esforzada biblioteca de lumpen barrial cultivado. No quiero extrañar pero el lagrimón se pianta.
Ahora que me he vuelto un experto en economía casera ando persiguiendo otra feria: la de frutas y verduras que va girando por toda Nueva Córdoba. Igual me juro que antes de agotar mi último Roca violeta en la cuenta voy a comprarme "Tartabul" o "Las olas". Tengo un pan lactal y dos latas de
paté de foie y dos de picadillo del diablo para tirar hasta el cuarto día hábil del próximo mes.