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[...] Yanko González había escrito una cosa y leído otra. Esto sería anecdótico si no tomáramos en cuenta lo que significa el sustantivo “Chile” y sus derivados (patria, país, tierra, pueblo, etc.) en el contexto de la poesía chilena. Como es sabido, desde Neruda en adelante, pasando por Enrique Lihn, José Ángel Cuevas, Gonzalo Millán y llegando a Pablo Paredes, casi no hay poeta que no se refiera al Chile en algún verso, cuando no en la mayoría, y a veces, en todos. Las causas históricas de este nacionalismo literario pueden ir de una voluntad general whitmaniana hasta la presencia activa del Estado en la subvención de proyectos de escritura y edición, mediante becas, concursos, festivales, etc. Lo importante es que para un lector argentino, esta recurrencia no podría ser más extraña. El itinerario de la poesía argentina es convencionalmente ignorado por el Estado, sea cual sea el gobierno, y las palabras “argentina”, “patria” o “tierra”, sólo aparecen parodiadas, o con un matiz ridículo, como en el caso de Argentino hasta la muerte (1963), título de un libro de César Fernández Moreno que, incluso con toda la buena voluntad, jamás podríamos tomarnos en serio. Definitivamente, el nacionalismo no tiene la menor representación en la literatura argentina, salvo que nos remontemos a los proyectos de Lugones y los debates del Centenario, que aparte de viejos parecen simulados. Además, la liturgia de la Patria, la Nación, etc., tiene para nosotros un distintivo olor campesino-militar, dado que el peronismo no pudo, después de sucesivos derrocamientos, imponer la idea de que el nacionalismo podía ser también económico. La última dictadura usó la palabra “Patria” para destrozar la estructura productiva del país y para desmejorar cualquier perspectiva de crecimiento social, beneficiando a la burguesía agraria y propiciando la subsunción del modelo a la exportación de materias primas, de acuerdo a las necesidades geopolíticas de los países centrales. Por todas estas razones, a las que podrían añadirse todavía unas cuantas, la poesía argentina no tiene hoy la menor oportunidad de usar seriamente una palabra manipuladora y mentirosa como “Argentina” o “Patria”. Y esto es lo que explica, a la vez, la primera perplejidad del lector argentino frente a la poesía chilena. Después de leer por centésima vez locuciones como “mi país” y “ay Chile”, descripciones del desierto de Atacama, odas a los minerales y a la luna pendiente sobre la marea del Pacífico, le quedan dos alternativas. Una, basada directamente en la propia experiencia, es el hartazgo o el desdén por un patriotismo que sólo podría trasuntar una ingenuidad abrumadora y antiliteraria. Otra, también basada en la experiencia, es la envidia: después de todo, más allá de Allende y Pinochet, con su socialismo democrático y su particular manera de secuestrarse y asesinarse, los chilenos tienen un país, un punto de referencia nítido que habilita formas incluso épicas de la escritura, y como es sabido, la gran poesía occidental nació con la épica: Homero… Es para estremecerse. Para nosotros, nuestro país es impronunciable, para ellos el sustantivo “Chile” tiene la misma disponibilidad que la luna en la poesía romántica. Desde este punto de vista, los argentinos, al lado de los chilenos, parecemos gitanos. Por supuesto, hay maneras de encontrarle una vuelta positiva al destierro metafísico, pero la ironía, además de “productiva”, es muy cansadora. Para mal de males, nuestro autor de exportación, Borges, escribió un artículo, “El escritor argentino y la tradición”, donde abiertamente defiende el buitreo de temas europeos, la simulación periférica y el recurso entristecedor a los tigres, los espejos y la Enciclopedia Británica.
Con este panorama ideológico de trasfondo, el gesto de Yanko González se enrarece todavía más. Por un lado, una comprobación: nosotros, argentinos, no podemos acudir a nuestro país cuando escribimos poesía, pero Yanko González puede referirse tanto al suyo como al nuestro. Es más: puede intercambiarlos según el auditorio. Se nota entonces una primera y gigantesca operación crítica: ¿cuántos poetas chilenos están en condiciones de sustituir el adjetivo “chilena” por “argentina”? No tantos, precisamente en virtud del nacionalismo literario antes mencionado: Chile no se negocia, es santo y seña de una percepción poética singular y reconocible, cifra de un pueblo y su territorio, etc.
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Yanko González pone en entredicho la palabra distintiva de toda una tradición poética; uno de las citas del libro corresponde a Roque Dalton, quien dijo: “¿Chile? Depende…” Por su incredulidad, este poema de Yanko González es casi perfectamente argentino; se entiende que haya podido intercambiar las referencias en la lectura del Pachamama.
Chile no es algo absolutamente innegociable, no es sustancia primigenia ni pura afirmación: Chile… depende. Entre otras repercusiones en el frente interno, este escepticismo le habla directamente a la envidia argentina que comentamos antes: parafraseando el poema, se puede decir que el país es Chile, pero que la conciencia de que sea Chile es argentina. De todas maneras, esto no significa que en definitiva Chile sea una convención al mismo nivel que las propuestas schwobianas de Borges. Nada es, todo se otrea; pero hay otreos y otreos, y calcular esa diferencia podría tener su interés. Ante el dilema tercermundista de cómo tener una tradición literaria sustentable cuando el idioma mismo viene de otra parte (más precisamente de Europa), la respuesta de Borges fue: agarremos lo que sirva de los centros de poder occidental y despreocupémonos de ser argentinos, eso va a venir por decantación. La “operación” borgeana consiste en proceder como si la tradición europea fuese nuestra, sin más. Los chilenos fueron un poco más arriesgados: lo que impostaron fue, no su actitud individual ante Europa, sino su propio país. Borges se inventó como ciudadano europeo, mientras que los chilenos se inventaron como Nación. El otreo chileno fue mucho más arriesgado y productivo que el visado para escribir ficciones internacionales que consiguió nuestro autor canónico. De hecho, la tradición poética chilena es riquísima, es verdaderamente una tradición, mientras que la solución de Borges no sobrepasó la esfera individual: solamente le sirvió a él. Basta con ver el renuente fracaso de los escritores borgeanos que todavía nos persiguen con exóticas historias de prosa global. Mientras tanto, del otro lado de la cordillera, Alto Volta tiene la oportunidad de recoger esta cita de Enrique Lihn: “Todas las lenguas extranjeras me inspiran un sagrado rencor”. [...]
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