Tu sombra se arroja por la ventana
y jamás hay ojos para sentenciarte.
Una carta atraviesa los cuartos
para encontrar la mesa donde
una taza se enfría hasta no ser café.
Elegiste el rojo para la tinta,
el color del Minotauro,
dejando el blanco sobre el hilo.
Yo nunca estoy ahí para verte.
Las manos asomadas entre los vidrios
a la hora en que las luces resbalan
y en la plaza no quedan palomas ni amantes.
No puedo ver que ya tus hombros
se trepan por el columpio de aire
y toda la niñez vuelve y te come la cara.
El circo se abre con sus jaulas y ruidos
y vos, espalda cubriendo la falta de pared,
brindás tu desnudez a un solo mundo y en el cielo
un jirón de luna
–nunca mis ojos subterráneos
nunca tu color sino el rojo espanto
bocas que pierden las formas
hasta una maraña de estantiguas.
El gato trepado, absorto en su lengua
lejos, invariable en un muro, gritando
donde no hay quien escuche.
A la plaza sin árboles le crecen hongos.
Las nubes se distraen en el suelo
y los remolinos se ahogan
esperando un cuerpo que no llega
porque vos, colgado del vacío
ves como en haces la dimensión
del secreto y de la ventana
mientras el ojo sigue a una figura
abandonada en el polvo de una calle
corrida por el viento.
Sospechás que es otro el hombre de asfalto
que escribe y reclama una visión
como un cuadro, que escribe
y se hunde en un cuarto
piso de vidrios vaciados y memoria.
Imaginás con tu cuerpo que el hombre ve su salto
cuando en la penumbra ya no hay ojos ni amantes
y en la habitación solo quedan sombras.