Como otras hermanas gemelas, ellas pueden ser
mejor identificadas en la adultez.
Una es rápida para arrugar el ceño,
su cerebro, su veloz inteligencia. La otra
sueña dentro de una constelación,
pecas de Orión. Nacieron cuando yo tenía trece,
crecieron, salieron de mi pecho,
ahora tienen cuarenta, son sabias, generosas.
Estoy dentro de ellas – de alguna manera debajo de ellas,
o las llevo, tanto tiempo estuve viva sin ellas.
No puedo decir que soy ellas, aunque sus sentimientos sean casi
mis sentimientos, como con alguien que uno ama. Parecen,
para mí, como un regalo que tengo que dar.
Que los hombres debían alabar su categoría de
ser, casi que pasaran hambre por ellas,
no se me escapaba, ni que algunos jóvenes
las amaban de la manera en que uno querría ser amado.
Todo el año estuvieron llamando a mi marido que se fue,
cantándole, como un par de sirenas
empapadas en las escolleras.
No pueden creer que las haya abandonado, no está en su
vocabulario, ellas, que fueron hechas
de promesa – ellas que son como juramentos literales mantenidos.
A veces, ahora, las sostengo un momento,
una en cada mano, viudas gemelas,
pesada con dolor. Ellas fueron un regalo que me dieron,
y después fueron nuestras, como lactantes sedientos
de excitación y plenitud. Y ahora es la misma
estación otra vez, la mismísima semana
que él se fue. ¿No les susurró
“Espérenme acá un año”? No.
Dijo, “Dios las bendiga, Dios
las bendiga, A-diós, para el resto
de su vida y la para la larga nada. Y ellas
que no conocen el lenguaje, lo están esperando, mi
Dios que son tontas, ni siquiera
saben que son mortales – son dulces, supongo,
es refrescante vivir con ellas, seres sin
conocimiento de la muerte, criaturas de un sufrimiento ignorante.