Sentir que la vida cambia de sentido es algo curioso; basta con quedarse ahí, sin hacer nada, y sentir cómo todo da vuelta. Durante toda la cena estuve callado, pensativo, hasta el punto de que Valérie empezó a preocuparse.
- ¿Estás seguro de querer hacerlo? -me preguntó-. ¿Estás seguro de que no vas a echar de menos Francia?
- No, no voy a echar de menos nada.
- Aquí no hay distracciones, ni vida cultural.
Yo era consciente de eso; cada vez que me había parado a pensarlo, la cultura me parecía una compensación necesaria ligada a la infelicidad de nuestras vidas. Tal vez se podría imaginar una cultura de otro tipo, vinculada a la celebración y al lirismo, que se desarrollaría en un estado de felicidad; pero no estaba seguro, y me parecía una consideración teórica que ya no tenía mucha importancia para mí.
- ¿Estás seguro de que no vas a aburrirte? -insistió ella.
Yo había conocido el sufrimiento, la opresión, la angustia; pero nunca me había aburrido. No veía ninguna objeción a la eterna, estúpida repetición de lo mismo. Claro, tampoco me hacía ilusiones de llegar a ese estado; sabía que la desgracia tiene buena salud, que es ingeniosa y tenaz; pero en cualquier caso era una perspectiva que no me preocupaba en absoluto. De niño, podía pasarme horas contando tréboles en un prado: en todos aquellos años de búsqueda, nunca encontré un trébol de cuatro hojas; no me sentía decepcionado ni amargado por ello; en realidad, igual podría haber contado briznas de hierba: todos aquellos tréboles de tres hojas me parecían eternamente idénticos, eternamente maravillosos.
Michel Houellebecq, Plataforma.