Un poema de Concepción Bertone
LA MADRE
La mujer hace al hombre. Hace
unos cuantos y después se deshace.
unos cuantos y después se deshace.
Henri Michaux
I
En caliza piedra, en marfil
de mamut, la tallaba.
Ni bella ni sublime, sacra
por bien amada, por única
deidad. Allí, sin dudas,
en el alba de la vida, en
el templo de la cueva
la tallaba ¿con ramas?
¿Con las uñas?
En un mundo penetrado por la ausencia
de vanidad
desnudo y claro, abierto
hacia adentro, adentrado en la pureza sensible
y si mistificación. Cuando
la idea no exigía la prueba
y el amor no tenía nombre. Cuando
el hombre la miraba sin saber
que la divinizaba
tallándola
sin rasgos: “la pequeña cabeza
inclinada, casi sin brazos,
las piernas afilándose
hacia abajo, sin pies”. Tal como
podía tallar la forma
de su veneración. La imagen
despojada de la Madre, su única
religión. Su primer culto.
II
Después
cuando dejó de individualizarla,
la simbolizó -grandes pechos
y nalgas, muslos, vientre- toda
cuerpo. Simiente
del misterio de la vida, de la muerte.
Tierra y carne, análogas, son
la Madre
que el primitivo
antepasado hijo eternizó
con sus manos
en jarro profundo, olla
nutricia, sagrado vaso,
cáliz
III
“La ausencia de la madre es un mar
en calma”, dice Lezama Lima y huye
de ella en el poema, en la palabra
paridora que desea concebirla
de otra manera. De otra manera
olvida
que la está tallando
en tesoros de música y sintaxis.
IV
La inúmera madre de Vallejo,
el hambre de su carne – “los bizcochos”-
Del Cholo, los huesos. Su semen
era la leche de sus pechos. Sus versos,
todos, la tallaron en fuego.
V
Borges, cargado de culpas, la honra
y la torna una sombra
de su desdicha. La calla
en su cayado,
la talla en ébano: es la reina
cautiva
en un escaque de un tablero de ajedrez.
VI
Gelman quiere morir en cada poema
de aquella tristeza
de su madre. Se exilia
en su recuerdo y la escribe
hasta describirse. Perro de él,
se da de comer la madre vida, la herida
de todos nosotros: su lastre de amor.
Su pena o pan de la tahona lo tañe
en la bordona del poema, gotán de él, que
triste y bello, envuelto
en su sobretodo negro
la talla en su batalla contra la muerte.
Y la gana.
VII
“La cosa más importante de mi vida
ha sido mi madre”, dijo Pasolini. La cosa,
no la mujer. Es decir, todo
lo que es o existe desde
la piedra caliza, el marfil de mamut, la
esteatita hasta la desintegración
de los átomos; la pasión
impiadosa del más fuerte, la muesca
que queda en el alma del arma
de la muerte de la primordial
inocencia. El la talló
en él mismo, para decirla
“no como un poeta”
y la hizo su llama y su ceniza.
VIII
“La gruta abre sus puertas,
la madre nos recibe en su vientre,
la tierra guareciendo a sus dioses, visitamos
las fauces de las hembras eternas”
Tanto fervor,
Francisco Urondo, Paco, para los amigos, hijo
de Edelma. Edelma,
madre de un resplandor que la nombra
sin pudores. La sombra que se yergue sobre él
es otra mujer: la Patria. La patria
apaleada por la delación del traidor. Mejor
el coraje, dice. Y entiendo: mejor
los amigos, los alcoholes, las putas
inocentes, la ruta que lo regresa a Santa Fe.
Mejor el dolor y la dicha al mismo tiempo
en la palabra REVOLUCIÓN. Mejor
los amores que dan hijos, las flores
afiladas como navajas
por la piedra amolar del poema. Hojitas
para cortar el cordón umbilical. Para
tallar con ellas
a las hembras eternas.
IX
“Mi madre, niña del mil años,
madre del mundo, huérfana de mí”,
escribió Paz. Y por un momento
el monumento de su vida
se derrumba: escombros
de divina retórica, de lírica
que humaniza la ruina y alza al hombre
que se confiesa hijo
de una mujer “con faltas de lenguaje”.
Base del partenón de su palabra, la madre.
sabia de silencio, manantial nahua, agua
del origen que lo destinó
a tallarla en cada labrada frase.
X
La madre indiferente de Cernuda.
La duda de su ser hecho al descuido
“en un rato del olvido”. Sin ternura.
La madre amor prohibido, cancerbera,
reja de su prisión de condenado
a ocultar lo que era, al alma sola
que anhela transgredir: ser esa ola
que no acepta del mar la tiranía.
Libre dijo y amó lo que deseaba
y en los limbos “finales de la nada”
la talló en cada cuerpo de hombre, amando
el deseo del fuego que concibe
no otra carne que muere. Lo que vive
del fuego en el amor vida insuflando.
XI
“Dónde arde una palabra capaz de engendrarnos
a los dos”
Pregunta Celan
a la lengua materna, al lenguaje, a la jerga
de silencio del ghetto
secreteando en los poemas la búsqueda
de esa palabra grávida
de él y de ella, juntos,
flotando en un río de amnios.
La rubia, la suave,
la joven madre
tallada
en su eterna voz cremada
dentro de la palabra: Auschwitz. “Alamo líbico
tu follaje tiene brillo blanco en la oscuridad.
El cabello de mi madre no encaneció jamás”
XII
Vieja,
no por anciana, por
amorosa voz
que la aja, la deja
deslucir en un tiempo
que el verbo amar
no conjuga
en otra latitud
del sentimiento.
Lava trapos, lo íntimo,
el secreto
que acrisola la mancha,
la certeza
de ser en el quehacer
que hace
esa vieja labor –vivo dolor-
del que deviene
la palabra labor (parte
del parto)
Como
“( Mar del sánscrito maru, que significa
desierto.)
y (Maru: de la raíz mar, que significa:
morir.)
Morir ¿no es el modo propicio de escapar
al dolor?”
Desierto amor de madre
que no nos deja morir
del dolor de nacer sino
de su parir
esa vieja
que deja de envejecer
cuando muere.
“Madeja indevanable”, para Oliva,
la madre.
Oro
en el agua regia
del poema
donde puede atacarla. Donde quema,
soflama en su dolor
toda pureza
que inmacule esas manos
de la vieja
de él en el trujal, en la lejía
perfilando las manos
insondables.
“Sometido a la obra”
por la madre,
la destruye y la talla
en ira y Eros
_”de su estrella en rigor”
sobre su acento.
“verdades y artificios
que tejía”:
“mero hilo de voz”.
La poesía
Parnaso del perdón:
la miel
del vaso
cuando encuentra sus límites. La culpa
que
en dulces versos la verdad oculta.
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